¡Queridos
Readers!
Hoy os traigo un relato, más largo que de costumbre, creado a partir de una
leyenda japonesa.
"Dice la leyenda que cuando no
puedes dormir en la noche es porque estás
despierto en el sueño de alguien más."
Mezclado a mi pasión por los hilos rojos del destino, a la constelación Casiopea, muy importante para mí, y a una mente demasiado loca, os presento a Evan e Irena.
¡Espero que lo disfrutéis! No seáis muy malos que estoy volviendo de a poco.
SUEÑOS DE LEYENDA
Irena llevaba varias noches sin
dormir. No sabía qué le sucedía pero en cuanto la oscuridad abrazaba la ciudad
y se metía en la cama, sus párpados permanecían abiertos observando la pintura
blanca del techo.
Las
estrellas fluorescentes que lo adornaban mitigaban un poco la oscuridad,
incluso la ayudaban a cansar su cerebro al imaginar todas las historias que las
constelaciones que representaban las pegatinas poseían ancladas a su nombre y
origen.
Sin
embargo, después de tanto mirar y mirar, al final siempre acababa de la misma
manera. Levantada y en pijama. Vigilando la ciudad en calma a través del
cristal de la ventana, sin poder conciliar el sueño. Cansada, con el cuerpo
agarrotado por el cansancio acumulado, pero sin ser capaz de quedarse dormida.
Entonces
observaba las estrellas del cielo y, cuando la niebla se lo permitía, recordaba
las historias de amor trágico que algunas de ellas contenían, las aventuras de
semidioses que intentaban salvar a sus enamoradas, de caballos alados creados
de espuma de mar y de la sangre que brotó de la Gorgona Medusa…
Entre
todas ellas, la constelación que más la gustaba era Casiopea.
Esta
constelación, únicamente es visible en el hemisferio norte, durante todo el
año, y está compuesta por cinco brillantes luceros: Caph, Schedar, Cih, Ruchbab y
Segin, que se agrupan formando una W.
Casiopea
era muy especial para ella. Incluso la llevaba tatuada en su antebrazo
izquierdo en recuerdo de una amiga que vivía lejos y la promesa de ambas: no
importaba lo que sucediese, cuando las cosas fuesen mal, se encontrarían al
observar la constelación y se sabrían juntas a pesar de los kilómetros que las
separaban.
Irena estaba
enamorada de la leyenda de la constelación. Ésta narraba así:
La reina Casiopea, madre de Andrómeda y
esposa de Cefeo de Jope, era una mujer muy bella al igual que su hija. Sin
embargo, cometió el error de afirmar que eran más bonitas que las Nereidas,
ninfas del mar. Éstas se quejaron a Poseidón, dios de los mares, que enfadado
por el agravio inundó las tierras del rey y además mandó a Cetus, un monstruo
marino, a las aguas de sus costas.
Cefeo consultó el oráculo para
saber cómo podría salvar su reino y la respuesta fue que debía sacrificar a su
hija Andrómeda.
La joven fue encadenada a las
rocas de la costa de Jope. Cuando Cetus se acercó a ella, apareció Perseo que
regresaba de su enfrentamiento victorioso con Medusa. El joven semidiós se
ofreció a combatir contra el monstruo a cambio del matrimonio con la joven y
los padres accedieron.
Cuando se celebraba el
matrimonio, un antiguo pretendiente de Andrómeda, en acuerdo con Casiopea, lanzó
contra la pareja un gran número de guerreros. Estos fueron petrificados por
Perseo, al verse acorralado, con la cabeza que había cortado a la diosa Medusa.
Como castigo a su vanidad,
Poseidón obligó a Casiopea a brillar en el cielo pero en una postura muy poco
decente, boca abajo y como si estuviera arrodillada y no sentada en un trono.
Irena
se sentía fascinada por esta historia porque, a pesar de todo, el amor
sobrevivía y ella siempre había sido un corazón romántico.
Pero
lo que más la gustaba era divagar sobre las personas que estarían mirando la
brillante W en el mismo momento que
ella. ¿Cuántas serían conscientes de lo que sus ojos observaban? ¿Cuántos
corazones conocerían la leyenda? ¿Cuántas almas estarían escondidas, para sus
seres queridos, detrás de aquellas estrellas? ¿Cuántas promesas como la suya y
la de su amiga?
Porque
a veces, solo las estrellas consiguen dar luz a los corazones que están sumidos
en la oscuridad de la tristeza, de la melancólica rutina, de la ansiedad que
producen los baches del camino.
No
importaba cuál fuese la ciudad del norte en la que viviesen, ni los problemas
que sacudiesen sus corazones, ni el caminar lento o acelerado de su sangre. Las
causalidades del destino eran capaces de conseguir que miles de personas
estuvieran mirando en la misma dirección al mismo momento; y a ella la divertía
imaginarlo.
¿Cuál
sería el número de ojos observando Casiopea en aquella misma noche, en aquel
mismo instante de la madrugada?
Lo que
Irena desconocía era que entre todos los humanos del mundo, que se maravillaban
con las estrellas, había uno que se sentía fascinado por esta constelación y
que durante algunos minutos la había observado a ella con la misma devoción. Tan
cerca de ella y a la vez tan lejos.
Ese
hombre, cada noche antes de acostarse, buscaba Casiopea en el cielo oscuro para
que le guiase y así sentirse menos perdido.
Lo que
tampoco sabía Irena era que había un gran número de probabilidades de que ese
hombre fuese el culpable de sus últimas noches de insomnio.
Porque en
el destino de ambos estaba escrito el conocerse. Sus hilos rojos del destino
estaban atados a sus dedos meñiques y aunque por el momento los hilos estaban
demasiado separados, las estrellas sabían que acabarían cerca, muy cerca, el
uno del otro.
Porque
Evan se había sentido atado a otra mujer, sin saber que sus hilos rojos no habían
sido conectados. Eros, el dios del amor, a veces funciona así y provoca enamoramientos
en personas que no están destinadas a permanecer unidas, y al final la relación
acababa rompiéndose.
A veces,
sucede que los sueños se hacen realidad, y el joven llevaba muchas noches sin
poder quitarse la imagen de Irena de la cabeza, provocando que al estar despierta en sus sueños
ella permaneciese en vilo en la realidad.
Desde el
primer día que la vio en el parque al que él llevaba a Odín, su Pastor Alemán,
a pasear, quedó hechizado por su belleza imperfecta y sutil. Quizá no era de
esas mujeres por las que todos babeaban o se voltean, pero tenía una belleza
etérea que conseguía que aquel que posaba los ojos del alma sobre ella ya no
pudiera apartar los ojos tan fácil.
Solo
cruzaron la mirada una vez, cuando ella alzó la vista tras el ladrido de su
perro, pero a él le bastó para querer seguir mirando. Tras una leve sonrisa, permaneció
inmersa en la lectura del libro que sostenía entre sus manos, sonriendo unas
veces, frunciendo el ceño en algunas páginas, con el gesto preocupado en otras
ocasiones. Sin embargo, él ya no había podido olvidarla y quería saber en todo
lo que pensaba.
A veces,
en tan solo una mirada de reconocimiento podemos sentir que conocemos al alma
que se esconde tras las pupilas que hemos observado. A veces, las almas han
conectado mucho antes de la primera vez en la que se distinguen los cuerpos en
la lejanía, y cuando eso sucede ya no hay marcha atrás.
Y para el
corazón de Evan ya no había vuelta al punto de partida. Después de haber estado
congelado durante muchos meses, de que su piel solo sintiese calor entre el
abrazo de mujeres a las que después de varias citas no volvía a llamar, Irena,
en tan solo una mirada, había conseguido que sus latidos caminasen inciertos y
preocupados.
Evan había
permanecido observando sus gestos desde la lejanía, mientras paseaba, sin
atreverse a cruzar ni una sola palabra con ella. Con la sensación en su
interior de que había algo en ella que funcionaba como un imán. Se moría de
ganas de conocerla, de descubrirla, de hablar con ella y de que le contase
todas esas cosas que estaba aprendiendo en esos libros que leía.
Él no se
atrevía a acercarse, pero en sus anhelos antes de dormir y en sus sueños…En sus
sueños se había atrevido a muchas cosas.
Cada
noche de aquella semana había implorado a Casiopea encontrarla al día siguiente
en el parque. Casiopea había concedido sus deseos e Irena siempre estaba allí, con
un libro entre sus manos, a la misma hora, en el mismo banco. Sonriendo,
iluminando el derredor con su sonrisa y sin ser consciente de ello.
Hay
personas que aunque no lo sepan brillan mucho más que las estrellas del cielo y
para Evan ella resplandecía más que Casiopea.
Existe
una leyenda japonesa que cuenta que cuando uno no puede dormir en la noche es
porque está despierto en el sueño de alguien más.
Irena
siempre estaba despierta en los sueños de Evan y por eso iba acumulando horas
de insomnio a sus noches sin saber el motivo real.
Cuando lo
habló con su amiga Raquel, ésta le explicó que había descubierto una leyenda en
una página de frases de Facebook, e
Irena estalló en sonrisas.
—Será que
estás despierta en los sueños de algún desconocido…
—¡No
digas tonterías!
—¿Te
imaginas? Lo mismo estáis ahí…follando como locos y por eso no puedes dormir.
Culpa del ajetreo, ya sabes…
—Estás
muy loca… —fue lo único que acertó a decir antes de estallar en carcajadas.
Permaneció
pensativa en silencio. Su amiga se dio cuenta y la preguntó:
—¿En qué
piensas?
Tras una
sonrisa tímida, confesó:
—Que si
es verdad que estamos follando como locos, espero que sea guapo y aparezca
pronto. Así nos conocemos, follamos en la vida real y al menos duermo…Porque
parezco un puto vampiro con estas ojeras…
A cada día que coincidían en el
parque, su atracción por Irena aumentaba y su subconsciente le traicionaba en
cuanto se quedaba dormido.
En sus
sueños, no solo se acercaba a ella y la pedía una cita. También se tomaban cafés
mientras se acumulaban a sus instantes un montón de sonrisas despreocupadas,
hablaban de las piedras del camino y de las sorpresas de la vida, de los sueños
que les mantenían ilusionados aunque a veces apretase la tristeza, de los planes
de futuro que todavía no habían realizado y de aquellas relaciones pasadas que
siempre habían estado destinadas a acabar mal.
En sus
sueños, sus cuerpos se descubrían con ansias enfermizas hasta que no quedaba un
milímetro de piel por recorrer, y sus corazones se anhelaban como si en los
latidos desenfrenados y en los gemidos estridentes se les fuese la mitad de la
vida.
La
realidad era distinta.
En la
realidad se limitaba a observarla. Con ella no se atrevía a comportarse como
con el resto de mujeres. Algo en su interior le gritaba que ella era distinta a
otras.
Se
conformaba con vivir de ensoñaciones. Con imaginar instantes de sexo salvaje y
charlas triviales mientras observaban la oscuridad latir tras el cristal de la
ventana. Se conformaba, porque intuía que en el momento en el que hablase con
ella por primera vez ya no podría sacarla de su vida. Bastante tenía con no
poder sacarla de su mente la mayor parte del tiempo. Sabía que en el instante
en el que sus labios se posasen sobre los de ella por primera vez, su corazón
ya no volvería a latir de la misma manera con las demás mujeres.
Se
conformaba, por el momento, pero era muy consciente de la clase de mujer que se
estaba perdiendo y eso provocaba en su estado de ánimo una inquietud que hacía
mucho tiempo que no sentía. Como si cada día que acontecía y no se acercaba a
ella fuese un día desperdiciado que la muerte le estaba ganando.
Porque tras
una mirada intensa su alma había sido acariciada por el alma de Irena, aunque
ella no se hubiese dado cuenta. Esa conexión especial es algo que se presiente,
que se vive muy pocas veces, que nace cuando las estrellas lo deciden y no
cuando los seres humanos desean.
Y le
había bastado reflexionar para saberlo, escuchar a su corazón navegar en
silencio regalándole respuestas. Se percató, mientras sus pupilas se perdían en
la inmensidad del cielo estrellado con la oscuridad de la noche abrazando cada
respiración, cuando en sus labios se pronunció la primera sonrisa idiota al
recordar su imagen.
Evan se había levantado más
sofocado que de costumbre. Una noche más había soñado con la chica del parque y
a cada sueño las imágenes que poblaban sus retinas se iban volviendo más
ardientes. La erección que le dolía bajo la tela de algodón de su bóxer estaba
más dura de lo que era habitual en él todas las mañanas. Tuvo que mitigarla
masturbándose bajo el agua fría de la ducha.
No sabía
ni cómo se llamaba, pero en sus sueños había compartido con ella demasiados
alaridos la noche anterior como para poder serenarse.
Mientras
el agua helada se resbalaba por su espalda, su mano derecha se balanceaba sobre
la longitud de su miembro en busca de un alivio inmediato que necesitaba.
La
imaginó de rodillas frente a él, con sus dulces labios succionando su glande en
movimientos rítmicos. Adelante y hacia atrás. Abarcando la longitud que su
garganta podía soportar. Tras un suspiro, fantaseó que lo miraba a los ojos
mientras rodeaba la corona con la punta de su lengua en círculos vertiginosos mientras
sus uñas se le clavaban en el trasero.
El vaivén
frenético de su mano junto a la imagen de la muchacha en sus retinas le ayudó a
llegar al clímax deshaciéndose en un gemido ronco que se difuminó entre el eco
del agua de la ducha.
Tras el
baño, se vistió para trabajar. Se preparó el café como cada día, y como cada
mañana, en las últimas semanas, hizo repaso de todas las escenas que su
subconsciente le había regalado en los brazos de Morfeo.
Evan
sonrió con la tensión acumulándose en su anatomía de nuevo mientras una sonrisa
lobuna se adueñaba de su rostro, sin saber que el destino le tenía preparada
una sorpresa para esa misma tarde.
Cuando
Evan llegó al parque, Irena no estaba sentada en su banco habitual. La buscó
con la mirada, con una desazón en su interior, por toda la extensión de bancos
y arboleda, pero no la encontró por ningún lado.
Esa vez,
Casiopea no le había hecho ni caso.
Esa tarde
la joven no aparecía en ningún lado. Evan pensó en la fragilidad del momento,
en los vaivenes del tiempo y de la vida, en cómo escuece la sensación que
produce el acostumbrarse a ver a una persona y que de repente desaparezca.
—Y si…
Mientras
caminaba con Odín, la espesura del parque le iba absorbiendo y su cabeza no
paraba de pensar en lo que hubiera pasado si alguno de los días en los que
habían tropezado, hubiese tenido el valor de acercarse a ella.
Aprendió
tarde que no son los errores los que nos taladran el cerebro antes de dormir,
sino todas aquellas cosas que no hacemos por culpa de las dudas o de los
miedos…
Miró el
cielo estrellado, y esa noche no quiso pedirle ningún deseo a Casiopea.
Simplemente se limitó a observar la noche abrazando cada calle de la ciudad,
mientras el tráfico iba mermando, al igual que las voces y el ruido.
Pensó en
ella, pero enseguida quiso arrancársela de la mente. No debía permitírselo. No
podía. En su interior le habían sacudido demasiadas emociones que no quería
sentir y no sabía por qué pero su ausencia le había dolido.
Aquella
noche fue la primera de toda una semana en la que no volvió a soñar con ella.
Irena
pudo dormir por fin con tranquilidad, sin desvelos, sin abrazos de insomnio,
pero en su pecho sentía una sensación extraña que no lograba identificar. Como
si echase de menos algo que no conocía.
Porque
los sueños se hacen realidad. Unas veces. Otras no. Siempre depende de cuánto
se esté dispuesto a pelear.
Dos meses
después de su ausencia, el destino quiso que se volvieran a encontrar. El
destino oculto en las estrellas a veces es muy obstinado.
La
cafetería cercana al parque, estaba a rebosar de gente, pero Evan la reconoció
entre todos los presentes. Seguía brillando con una luz propia, seguía
destacando sobre la mayor oscuridad y teniendo esa capacidad innata para atraer
todas sus miradas.
Irena terminaba
un té verde caliente, cuando en el último sorbo se sintió observada. Alzó la
vista para ver si eran imaginaciones suyas o alguien estaba mirando en su dirección,
cuando se encontró con él.
—El chico del parque…—susurró para sus
adentros.
No era la
primera vez que había sentido sus ojos reparar en ella. Pero nunca se había
atrevido a preguntar. Su amiga Raquel siempre la recordaba lo estropeado que
estaba su radar en cuanto a hombres se trataba. Sonrió.
Se
levantó de la mesa para salir, posó su taza sobre el platillo blanco y cogió su
bolso.
A medio
camino hacia la puerta, alguien se interpuso en su camino. Evan no se atrevió a
pronunciar una sola palabra, pero su cuerpo había reaccionado moviéndose,
cansado de que no fuese capaz de acercarse.
Irena fue
la primera en hablar.
—Eres el
chico del pastor alemán ¿verdad?
Evan
sonrió nervioso. Se acordaba de su perro. ¿Lo recordaría también a él?
—Sí. No
te he vuelto a ver por el parque…
—He
estado fuera por motivos de trabajo. Y ahora no hace para leer en el parque…
—Eso es
cierto…
Ambos se
miraron. Callados. Sin saber cómo continuar.
Después
de unos segundos en silencio, Evan sintió que alguien tropezaba con él y
reaccionó. Era uno de los clientes de la cafetería que había chocado con él,
sin embargo antiguos “Y si…” se apoderaron de su mente.
—¿Te
apetece tomar un café o charlar o algo?
—Claro,
me tomo otro té encantada… Invito yo. ¿Te parece?
—Al
primero invito yo. Otro día si quieres…
Irena
sonrió y él se perdió en la nitidez de sus sonrisas. Sus carnosos labios se
arquearon levemente, pero para él era la mejor sonrisa del mundo.
Cuando se
sentaron a la mesa, él se remangó para tomar su café y ella encontró con que
llevaba la constelación de Casiopea tatuada en el interior de la muñeca.
Una
sonrisa tonta se adueñó de su boca.
De forma
instintiva acercó las yemas de sus dedos al tatuaje y lo acarició.
—Es una
constelación…—empezó a explicar él.
—Casiopea…—contestó
la joven.
—¿La
conoces?
Ella le
enseñó su tatuaje como respuesta. Fue cuando Evan se percató de que si se
habían conocido tal vez era culpa del destino. Debía estar escrito en algún
lugar del cielo inmenso, tras sus estrellas.
Esa noche
Casiopea brilló con más intensidad.
Lo que
sucedió entre ellos a partir de aquella velada en la cafetería, solo ellos lo
saben.
¿Se
harían realidad los sueños de Evan? ¿Irena habría soñado con él alguna vez?