En mi post anterior os hablé de los sentimientos que
nos abrazan cuando descubrimos determinados lugares del mundo. De esas
sensaciones extrañas que se apoderan de nosotros y que no importa lo lejos que
estén esos refugios de nuestro hogar, porque lo que verdaderamente importa es
que nos hagan sentir cosas, que nos produzcan paz.
Hoy, quiero mezclar con el post anterior esas raíces
que todos llevamos dentro, que nos hacen ser quiénes somos, y cómo sentirlas navegar
en nuestro interior nos puede llevar a descubrir cosas que de otro modo no
descubriríamos.
De pequeña no era tan consciente de esas raíces, simplemente
las disfrutaba y las vivía, pero por determinadas circunstancias de la vida he
tenido que reinventarme a mí misma, reencontrarme y crecer, recomponer mi
corazón magullado pieza a pieza.
Fue, en una época de mi vida en la que me sentí más
sola que nunca, como desanclada de mi universo, cuando tuve que buscar en mi
interior, en mis raíces, en mi esencia: quién era verdaderamente. Cuando me
percaté del mundo en el que me había criado, de la tierra en la que había
crecido y de su historia, y de las maravillosas sensaciones que estaban ahí,
esperando a ser descubiertas, todo cambió.
Dicen que no importa dónde nazcas, que tu verdadero
HOGAR es donde habite tu corazón. Y queridos lectores, mi corazón pertenece al
barrio que me vio crecer, ser feliz, donde viví los mejores momentos de mi
infancia y adolescencia, donde caí y me levanté, donde resurgí guerrera. El
barrio donde las despedidas que conllevan muerte me dejaron sin aliento y me
rompieron el corazón, y donde tuve que hacer frente a mi reflejo del espejo en
un intento de conocerme.
Ese barrio cántabro, Lombera, tiene unas raíces
celtas que a día de hoy no solo son pinceladas de misticismo que me ayudan
adornar mis escritos y parte de mi piel, sino que además esas raíces producen
en mí ciertos sentimientos, cierta espiritualidad que me hacen ser quien soy y
no otra persona, que hacen de mí una mejor versión de mí misma.
Una mejor versión de mí misma que se preocupa más
por la sencillez de la vida, por la eternidad de algunos momentos, por la
visión de la naturaleza y de todo lo que es capaz de transmitir si se sabe
mirar y escuchar.
Cuando cierro los ojos e intento robarle recuerdos
al tiempo, puede que haya días grises, pero la mayoría de las imágenes que
inundan mi retina desprenden aromas de veranos interminables, de cielos
plagados de estrellas, de sonrisas eternas, de primeros pasos, de sueños, de
amistades de verdad, de ese sabor dulce que dejan en el corazón los momentos
bonitos. También tengo recuerdos tristes, no es fácil decir adiós, no es fácil
regresar a esa casa que te vio nacer y crecer y que cada día refugia menos
personas entre sus paredes, no es fácil regresar al barrio cuyo cementerio
cobija las cenizas y los huesos de las personas más importantes de tu vida,
porque entonces eres consciente de los que se quedaron atrás, de esa parte de
tu sangre tan tuya que ya solo tintinea entre tu interior, que está ahí, a
escasos metros y a la vez lejos en una línea espacio-temporal.
A pesar de eso, son los recuerdos de los buenos
momentos los que bailan con el viento. Son las sonrisas las que pesan más, y
las cenizas se deslizan en forma de raíces acortando distancias, cobran vida, y
llenan el alma, la complementan. Llenan el alma de fuerza, de valentía y
coraje, de rebeldía y sangre ardiente.
Y yo lo achaco a esas raíces celtas, a ese resurgir
del antiguo guerrero que plantaba cara al enemigo, de aquellas gentes y pueblos
que adoraban la naturaleza y que su simbología les recordaba que todo en la
vida eran ciclos circulares, que los animales y los árboles eran sagrados y
tenían espíritu propio, que el mundo de los vivos y el de los muertos estaban
unidos para siempre, y que cuando un amor latía, ese amor estaba entrelazado de
por vida, porque era de verdad, de los interminables.
Y yo lo achaco a esas raíces, y cuando estoy triste,
cuando bajo las persianas de mi corazón y me busco para tratar de encontrarme,
esas raíces hablan, gritan y susurran. Y me dan fuerzas.
Y entonces hacha en mano doy uno de esos gritos
guturales que tanto me gustan y que hacen retumbar las paredes, y los miedos se
esfuman.
Y esas raíces celtas me recuerdan la estela de
piedra que llevo grabada en la piel, símbolo de ese barrio que me vio crecer. Y
que los celtas que ocuparon aquellas tierras utilizaban en sus ritos para dar
culto al Sol: el dios de la fecundidad, el dios por excelencia. Esas estelas
con sus esvásticas, sus flechas lanceoladas, sus radios curvos que cambian de
dirección de unas estelas a otras, ya que los celtas creían que el Sol
regresaba a punto de partida cada amanecer, siguiendo la ruta contraria, pero
oculta a la mirada del hombre, viajando bajo el océano.
Esas estelas de piedra que a mí me recuerdan de
dónde vengo, la atmósfera que me rodeaba y que me vio crecer, y evolucionar, el
ir y venir de la vida. Que me recuerda los cambios de dirección, la toma de
decisiones, y el vaivén de las emociones durante nuestro caminar. Porque si se
lucha, la felicidad regresa, la felicidad de verdad, esa que se encuentra en
las cosas pequeñas y en el sabor dulce de los buenos momentos, no en el placer
instantáneo que da el obtener lo que deseamos, resurge y vuelve al lugar donde
siempre habitó.
Y por ello, cierro los ojos y pienso en cómo los
celtas creían que todo lo que convivía en la naturaleza tenía su propio
espíritu. Y por ello, cierro los ojos y recuerdo la energía de lo que parece
invisible pero que sigue presente, danzando levemente cerca de nosotros. Cierro
los ojos y pienso en el Sol, en la Lluvia, en las Estrellas, en las hojas de
los árboles, en la materia que esconde la naturaleza, y entonces todo es más
simple, más fácil, más bonito y más grandioso.
Y la esencia de lo que soy toma un matiz diferente.
Y la esencia de lo que otros fueron sigue permaneciendo. Y al mirarme al espejo,
me encuentro. Al buscarme me siento como una pequeña partícula de energía que
se balancea, que se regenera, que crece y evoluciona, que gira y gira entre la
tierra, que sangra palabras, se derrama y se complementa. Y entonces todo es
más fácil, y entonces todo cobra sentido. Porque al ser consciente de la
eternidad y a la vez de la simplicidad de lo que somos, me siento libre. Libre
de ser quién quiera ser. De crecer y transformarme. De soñar. De sentir. De
recordar y volver a revivir momentos que ya no puedo palpar pero que nadie
podrá robarme. Incluso, así, con el poder de la energía que permanece, puedo
inventar nuevos momentos que me hagan sonreír.
Con aquellas sonrisas mías de antaño, cuando
sostenía tierra mojada entre mis manos y con ella creaba mundos de ensueño,
cuando las estrellas del cielo eran infinitas posibilidades por las que luchar,
cuando las sombras acompañaban y el fuego de las hogueras revitalizaba y
destruía lo malo cada verano. Cuando el cantar de los grillos arrullaba el
ritmo de la respiración y los latidos del corazón caminaban libres, sin
ataduras, sin problemas, sin despedidas, sin muerte.
Y las raíces de la simplicidad, de la comunión con
la naturaleza, del ser y dejar ser se hacen más eternas cuando encuentras un
refugio que te llena. Y las raíces se hacen más fuertes cuando regresas a ese
que es tu Hogar, cuando regresas a casa y las distancias se acortan. Entonces
todo cobra un sentido distinto.
Y las espirales de lo que somos inician su punto de
partida, y en los árboles de nuestra alma las hojas tiemblan y silban con el
viento porque sus ramas conocen que el mundo de los vivos y el de los muertos
está tan solo a un suspiro de distancia. Y los recuerdos se vuelven eternos, y
la sangre repiquetea con fuerza, y todo está en el lugar que tiene que estar.
Y las raíces de lo que somos nos ayudan a dar rienda
suelta a nuestros sueños, a llenar el papel con miles de palabras que aunque
parezcan que no dicen nada, o que cuentan ficción, en realidad, entre letras,
esconden más de lo hablan. Porque al fin y al cabo, el escritor habla de lo que
conoce, de lo que siente, de lo que percibe, de lo que se refleja en sus manos
cuando las mira a contraluz.
Al sentir la naturaleza, al ser más consciente de
ella y verla como energía que se transforma, que tiene vida propia, me ha
ayudado a mejorar mis descripciones literarias, a crear una mezcla envolvente
utilizando todos los sentidos de los que disponemos los seres humanos, a querer
ir más allá, a soñar, a imaginar y a divagar…
Y eso era algo que primero no sabía mostrar con
tanta empatía.
En mi próximo post, hablaré de: trisqueles, triquetas,
cruces solares, cruces celtas, nudos perennes y árboles de la vida: Crann
Bethadh. De todos esos símbolos tallados en metales y en madera, a los que nos
aferramos, que nos recuerdan lo que tenemos y lo que podemos llegar a ser si se
lucha y se sueña.
Y vosotros, ¿sentís la historia de vuestra tierra
navegar dentro de vuestro corazón? ¿Os ayuda la naturaleza de vuestro alrededor
a dar más de vosotros mismos, a ver la vida de diferente manera?
¿Sentís el parpadeo de las partículas de energía que
os acompañan y de lo que podéis hacer al transformarla en palabras?
¿Os inspira vuestra tierra y los lugares que os rodean para escribir? ¿Habéis descubierto antiguas leyendas?
¡Contadme!
¡Un abrazo apresurado!
Que estamos a 1 de Julio y me tengo que poner como loca a escribir, porque síiii, hoy ha empezado el CAMP NANOWRIMO y lo estoy intentando de nuevo, a ver si, al igual que en Abril, llego a las 50.000 palabras :D
¿Os inspira vuestra tierra y los lugares que os rodean para escribir? ¿Habéis descubierto antiguas leyendas?
¡Contadme!
¡Un abrazo apresurado!
Que estamos a 1 de Julio y me tengo que poner como loca a escribir, porque síiii, hoy ha empezado el CAMP NANOWRIMO y lo estoy intentando de nuevo, a ver si, al igual que en Abril, llego a las 50.000 palabras :D
¡Besos!
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